Es extraño cómo alguien que inicia siendo
nada, termina siendo todo. Lo acepto. Tengo 24 años y me siento como si tuviese
15, parece que no he dejado de ser la colegiala enamorada que hace cartas,
llora y le cuenta todo a sus amigos. A veces me encantaría ser como mi tío
Cesar: un hombre callado, reservado, que se guarda sus conflictos para sí
mismo, como debería ser.
Supongo que lo doloroso del asunto fue la
forma en que terminaron las cosas. Ganaste, me metiste una goleada y no me di
cuenta a qué hora se amplió tanto el marcador a tu favor. Y te fuiste en el
momento justo. Cobardía, inteligencia, estrategia, no tengo idea.
Puede que ahora sientas que estás bien,
pero como me dijo Cami, la mujer que tanto odias, tú no cerraste un ciclo antes
de iniciar otro, y eventualmente eso te va a llevar a tener una tormenta de emociones
de la que no te vas a poder escapar.
Claro que me heriste el orgullo, no de
hombre sino de persona. Estoy seguro que jamás te has puesto en mis zapatos, y
ya no espero que lo hagas. No eres una genio por descubrirlo. ¿Y qué? No me avergüenza,
y no me arrepiento de nada de lo que hice o dije, absolutamente nada.
Eres una desconocida, no tienes ni rastro
de la persona inteligente, sensible y sobre todo racional que siempre te dije
que eras. Tal vez nunca lo fuiste, o cambiaste por alguna razón. De igual
forma, me hubiese gustado terminar mejor contigo. Poder encontrarnos un día en
un centro comercial y decir
—
¿Camila? ¿Eres tú? Soy Sergio,
de la universidad, ¿te acuerdas?
—
Hola Sergio, ha pasado mucho, ¿
cómo estás?
—
Muy bien, gracias, ¿y tú?
—
Feliz, trabajando y viviendo
con mi pareja
—
Me alegra mucho, de corazón,
espero que todo esté marchando bien
—
Te lo agradezco, yo también,
espero no volverte a ver en mi vida, pero qué bueno que estés bien
—
Hahahaha, cuídate Camila
—
(sonrisa) Adiós
Eso era lo que nuestra relación merecía ¿no?
Para mí sí.